EL PAÍS: La gestión privada de la sanidad es más eficiente que la pública. Esta dudosa premisa —no hay ningún estudio científico serio que corrobore la tesis—, junto al argumento, entre otros, de que la mejora del sistema público es un reto hercúleo del que es imposible no salir trasquilado han cimentado ideológicamente una ofensiva destinada a entregar porciones de la sanidad pública española a empresas privadas.
El mensaje podría ser: no merece la pena gastar energías en la sanidad pública, despiecémosla y busquemos empresas para que apliquen fórmulas de gestión privada. Unas compañías que, lícitamente, tratarán de obtener beneficios económicos. Y que han protagonizado destacados casos de puertas giratorias, que es como se conoce al tránsito del sector público al privado de directivos que pasan de vigilar a las concesionarias a trabajar para ellas.
El mayor ejemplo de esta estrategia es la Comunidad Valenciana, una Administración muy corta de músculo financiero para la que sin duda es un aliciente que sea la concesionaria quien corra con las inversiones en nuevas infraestructuras. Pero no han sido ajenas a esta filosofía Castilla-La Mancha o Madrid, cuyo Gobierno ha tenido que renunciar recientemente a sus planes ante la fuerte oposición desatada en contra de la externalización de la gestión de seis hospitales y una veintena de centros de salud.
Los últimos Gobiernos se han mostrado remisos a reformar la sanidad pública —nada que ver con los recortes y copagos teledirigidos desde Bruselas e impuestos para cuadrar el déficit público—, pero también es cierto que palabras como eficiencia, optimización de recursos, incentivos, buen gobierno o transparencia, no tienen por qué ser ajenas al vocabulario de la gestión pública, como destacan los especialistas consultados por EL PAÍS.
Un punto de partida es el concepto de buen gobierno que, como apunta la Asociación de Economía de la Salud en el documento Sistema Nacional de Salud: diagnóstico y propuestas de avance, “va mucho más allá del cumplimiento de las leyes, obtener buenos resultados, ausencia de corrupción, mala gestión o nepotismo”. También exige que “el proceso de toma de decisiones responda a un conjunto de reglas consensuadas de participación democrática, transparencia, responsabilidad, rendición de cuentas y obediencia a códigos de conducta”.
Esta definición, que puede sonar a un catálogo de buenas intenciones, no resulta tan teórica como pudiera parecer. Por ejemplo, a la hora de ofrecer recetas para modificar el, para algunos, rígido régimen estatutario, uno de los aspectos más polémicos relacionados con la modernización de la sanidad pública cuando se plantea la posibilidad de acabar con el médico o enfermera funcionario.
¿Es necesario que los médicos sean funcionarios? ¿Por qué no puede el servicio de un hospital público seleccionar directamente el perfil de profesional que se ajusta a sus necesidades y tener que recurrir a las ofertas de empleo público (OPE)?
Para Marciano Sánchez Bayle, portavoz de la Federación de Asociaciones para la Defensa de la Sanidad Pública, no es preciso tocar la situación actual. “El sistema estatutario da independencia a los profesionales, los protege, como a los jueces, de injerencias externas y les permite ser agentes de la salud de sus pacientes, al margen de presiones”.
Quizás haya margen de actuación dentro del propio estatuto marco del personal de los servicios sanitarios para desarrollar un sistema más flexible, como comenta José Manuel Repullo, jefe del Departamento de Planificación y Economía de la Salud de la Escuela Nacional de Sanidad, que también destaca que “hay que profesionalizar y desfuncionarizar”. O quizás no tenga sentido la figura actual. “Un médico no necesita ser funcionario ni estatutario, lo que necesita es saber de medicina”, sostiene Salvador Peiró, responsable de Investigación en Servicios de Salud del Centro Superior de Investigación en Salud Pública (CSISP) de la Generalitat Valenciana. La funcionarización solo tendría sentido en determinados cuerpos de la Administración, como en la judicatura o las fuerzas de seguridad del Estado, añade Juan Oliva, expresidente de la Asociación de Economía de la Salud (AES).
Un sistema rígido como el de la funcionarización (horarios, retribuciones) organizado en torno a OPE para acceder a plazas fijas dificulta algo tan aparentemente sencillo como la posibilidad de cubrir las necesidades de los hospitales con los perfiles profesionales que precisa. “Quizás el jefe del servicio necesita un facultativo especializado en poner stent [tubos metálicos que evitan el bloqueo de las arterias] o un cardiólogo internista y en la OPE el que más puntos tiene y elige la plaza es una persona que sabe de insuficiencia cardiaca, pero no lo que necesita el hospital”, dice Peiró.
¿Se podría eliminar el sistema de OPE y la condición de estatutario? ¿Se podría generalizar el contrato laboral no funcionario?
Esto acabaría en contrataciones arbitrarias, para Sánchez Bayle. “Yo, que ya soy mayor, viví los concursos descentralizados y entonces la plaza iba para el sobrino del jefe de servicio”, explica.
Hay quien no opina lo mismo. “Es complicado”, indica Joan Barrubés, director asociado del máster de gestión sanitaria de la escuela de negocios Esade. “Ser funcionario blinda a los profesionales de los avatares políticos, pero no estamos hablando de la Administración del Estado, sino de un servicio [el sanitario] y aquí necesitas muy buenos profesionales, elegir a los mejores y motivarlos para que no se vayan”.
Pero no todo valdría. Para Peiró, no hay duda de que el médico “debe de defender los intereses de la persona que atiende y no de quien le paga o de terceros”. Por eso, se podrían introducir mecanismos que permitieran a los facultativos gozar de algún blindaje frente a presiones externas similar al actual, según este especialista en gestión sanitaria.
Oliva profundiza en esta idea. “Los médicos han contado con estabilidad a cambio de renunciar a salario; seguro que muchos profesionales accederían a modificar su estatus por un sistema de incentivos y promoción que les permita más autonomía para alcanzar sus objetivos”, apunta. “Las reglas de juego se pueden cambiar, pero a través de una negociación en la que participen todas las partes y derive en un sistema de garantías justo y objetivable para premiar el mérito”.
No solo eso. No tiene ningún sentido centrar el foco solo en los profesionales. Si se retirara la condición de funcionario, se debería cambiar también el método de selección de los gerentes y directivos de los centros y departamentos de salud que —al contrario de lo que sucede con los médicos— no son sometidos a ningún proceso de selección. “La elección del gerente de un hospital debería de responder a los mismos principios que el resto de profesionales: tener en cuenta el mérito, su formación y experiencia, en un proceso de concurrencia abierta, evaluados por un tribunal imparcial; no por afinidades personales o con un determinado partido político”, indica Oliva. Ello evitaría trato de favor si las contrataciones las hiciera directamente el hospital. “Habría que empezar por aquí”, añade el expresidente de la AES.
Los incentivos son otro de los lugares comunes en la comparación entre la gestión pública y la privada. En el segundo caso, la retribución variable vinculada al cumplimiento de objetivos (en torno al 20% del salario total) es muy superior a la de los trabajadores de la red pública, (poco más del 5% en el caso de los centros de la Generalitat valenciana). ¿Tendría sentido incrementar el porcentaje variable de los trabajadores públicos? Quizás no bajo las fórmulas que se usan actualmente para medir el rendimiento de los empleados. “Tras una experiencia de muchos años en Reino Unido, vincular los incentivos a una larga lista de indicadores de gestión en asistencia primaria ha cosechado un gran fracaso”, comenta Repullo.
No es fácil vincular la calidad a indicadores cuantitativos. Peiró pone el ejemplo de lo que sucedió con las pautas que se trasladaron a los médicos de primaria de un sistema sanitario autonómico respecto a la tensión arterial de sus pacientes. El criterio que se fijó para premiar a los profesionales era mantener a los hipertensos en valores por debajo de 140 / 90 milímetros de mercurio (mm/Hg). “Esto puede hacer que los médicos centren sus esfuerzos en los que están más sanos, porque es más fácil bajar a 140 a una persona que está en 145 que a quien está en 180, a los que por más pastillas que des no los controlas” indica Peiró. “Así se centra la atención en el bajo riesgo y olvidamos el alto riesgo”, añade. Tampoco se debe primar por número de actos clínicos. “El primer principio de administración sanitaria es no pagar por acto como tampoco hay que pagar al bombero por cada fuego que apaga”, advierte Repullo. “Hay muchos peligros con los incentivos y se pervierten con mucha facilidad”, añade Sánchez Bayle.
Los indicadores que se seleccionen “deben ser lo suficientemente amplios para cubrir toda la actividad asistencial y servir para orientar la organización sanitaria”, explica Peiró. Para Oliva, los incentivos o la promoción profesional en la red pública deberían estar en relación con el esfuerzo y la calidad del profesional, pero también es partidario de establecer premios vinculados a fórmulas de mayor autonomía en la gestión de los equipos clínicos.
“Hay políticas que se establecen desde el nivel macro (precio del medicamento, arquitectura del sistema) y otras de ajuste fino, gestión clínica, que solo se pueden conseguir con el liderazgo y el apoyo de los profesionales; pero para ello hay que facilitar su labor y reforzar su sentimiento de pertenencia al sistema. Esto se puede perseguir con los incentivos apropiados; monetarios, puede ser, pero, especialmente, no monetarios que premien la calidad del desempeño de la labor profesional”, indica Oliva.
Otro aspecto esencial del buen gobierno es la transparencia en la gestión. Y ahí, la sanidad pública española tiene mucho camino por delante. De nuevo, se trata de un requisito con implicaciones mucho más concretas de lo que aparentemente pueda implicar este compromiso genérico. No es un fin en sí mismo, sino un instrumento de mejora asistencial.
Hay hospitales que arrojan tasas de cesáreas superiores a las recomendaciones de la OMS. Y lo hacen año tras año, sin que los gerentes de estos centros puedan o quieran remediarlo. Mientras la OMS recomienda no superar el 10% o 15%, hay centros públicos instalados en tasas superiores al 35%, con picos anuales del 40%. Otros, sin embargo, se mantienen en un 20% o incluso por debajo, a pesar de depender de una misma administración sanitaria.
Estos datos muestran enormes variaciones en la práctica médica que no son del dominio público, con contadas excepciones. Si lo fueran, probablemente los pacientes tratarían de evitar ser atendidos en centros con peores resultados. Pero, además, los centros con datos menos favorables se verían más exigidos y tratarían de mejorar sus cifras. “Si eres evaluado, pones más empeño en acercarte a los resultados de los mejores, comparas, quieres saber por qué los otros tienen mejores indicadores”, comenta Oliva.
La comunidad que más ha avanzado en este sentido es Cataluña, que difunde sus datos en una plataforma abierta: el Observatorio del Sistema de Salud.
Más allá de estas cuestiones, los especialistas plantean otras reflexiones. Por ejemplo, el desafío que representa el incremento de pacientes crónicos y la necesidad de coordinar los sistemas sanitarios con la dependencia, como destaca Oliva. “Estas cuestiones serán clave en el futuro, pero no podemos retrasar por más tiempo estas políticas”.
O la inviabilidad de una red sanitaria integrada solo por hospitales bajo gestión privada. Repullo destaca que este modelo solo se ha aplicado, tanto en la Comunidad Valenciana —en este caso en departamentos de salud enteros— como en Madrid en lo que él llama lanchas rápidas, es decir, centros comarcales de dimensiones pequeñas o medias, que no tratan procesos de alta complejidad e integrados por plantillas jóvenes. Cuestión distinta es lo que el profesor de la Escuela Nacional de Salud denomina transatlánticos. Es decir, los grandes hospitales terciarios que concentran las patologías más delicadas, la docencia y la investigación, de los que difícilmente se podría obtener la rentabilidad económica a la que aspiran las empresas concesionarias de la gestión privada.
Repullo también destaca la importancia que podría tener el impulso a la gestión clínica, la agrupación de especialidades clásicas, unas experiencias que ya se aplican en centros como el hospital Clínic de Barcelona o el Virgen del Rocío en Sevilla, como forma de “exprimir la potencialidad de la gestión pública” y ceder competencias de autogestión a los profesionales, “aunque es difícil de hacer si estas competencias no las tiene el hospital”, añade.
La crisis no pone las cosas fáciles. Tampoco los recelos levantados por los movimientos privatizadores entre el personal sanitario. “Se ha maltratado a los profesionales y la gente está de uñas”, admite Repullo. “Quizás ahora sea el peor de los momentos, pero cuanto más tiempo pase, también será peor”, añade.
Para Joan Barrubés, que también dirige la consultora de salud Antares, las reformas son posibles. “Seguro que sí, en otros países lo han hecho”. Aunque, comenta, es un proceso que “requiere un planteamiento a largo plazo y dejar a un lado el debate político e ideológico para conseguir un acuerdo de mínimos, algo que cuesta mucho”.
Una forma de comenzar podría ser introducir fórmulas colegiadas en la dirección de los hospitales. Se trataría de “despolitizar” el sistema y “crear modelos en los que no sea tan fácil que los políticos estén al frente de las decisiones técnicas”, indica Repullo. El sistema británico de salud ha desarrollado este tipo de estructuras, como los hospital governing board, donde representantes sociales y del Ministerio de Sanidad a partes iguales nombran y destituyen al gerente; y responden de la gestión frente al Gobierno.
El gasto sanitario público por habitante en España es de 2.244 euros (datos de 2011). En una lista de 34 países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico ocupa el vigésimo lugar (la media es de 2.414 y el primero es EE UU con 4.066). Pese a ello, España ocupa la cuarta posición en la clasificación relativa a la esperanza de vida, solo superado por Suiza, Japón e Italia.
A pesar de destinar por persona menos dinero para sanidad que la media de los países que forman parte de la OCDE, el gasto público en farmacia en España es de los más altos. Respecto al PIB representa un 1,2%, por encima de la media de los países más desarrollados, que es del 0,8%. Es una tasa similar a la de Alemania o Irlanda; menor que la de Grecia (1,9%) y muy superior a Noruega (0,3%).
En número de camas por 100.000 habitantes, España está a la cola, con 3,18; frente a la media de 4,96 en la OCDE. En cabeza está Japón (13,40) y Corea del Sur (9,56).
Los datos de la OCDE indican que un especialista de la red pública española cobra 2,3 veces el sueldo medio del país, frente a las tres veces más que cobran los holandeses, 2,8 en Alemania o 2,2 en Francia, respecto a sus sueldos medios.