EL PAÍS: En enero, el neurólogo Ángel Aledo Serrano contestó así en Twitter a la orden de la Comunidad de Madrid de no contratar a ningún sanitario que rechazase ir al polémico hospital de pandemias Isabel Zendal: “El sistema nos maltrata y nos escupe fuera. De los 30 residentes de neurología con los que coincidí en el hospital Clínico de Madrid, 7 emigraron a otros países, 4 a otra comunidad, 10 terminamos en la privada, 1 repitió el MIR, 4 con becas mileuristas y solo 4 con contratos (eventuales) en la sanidad pública”. Cuando el doctor acabó su formación en ese centro de referencia hace cinco años, la única oferta que tuvo fue una beca de 1.000 euros pagada por la industria. Algo incompatible con la aspiración —compartida por sus compañeros— de ser médico en un sistema público accesible a todos los pacientes. No pudo ser. Ahora tiene contrato indefinido, investiga y ejerce la medicina como quería, pero en un centro privado de la capital reservado a los que pueden pagar. “Mi generación”, dice, “fue la primera en la que su principal opción era la privada o marcharse fuera. No había más salidas”. El número de médicos y profesionales de la enfermería que emigran crece desde la Gran Recesión de 2008. Ese éxodo de talentos que ha costado tanto dinero formar es un grave síntoma de los males de un sistema de salud infradotado que colapsó ante la irrupción de la covid.
Sara García Ptacek es una de aquellos residentes del Clínico. Se conecta por videoconferencia desde una luminosa estancia en Estocolmo. Hoy no ha ido al hospital. Trabaja en casa. Bucea en los datos de pacientes —medicación, formación, acceso a recursos sociales— para saber más sobre la demencia. “Este país tiene muchísimos registros, es probablemente el único sitio del mundo en el que se puede hacer lo que hago yo”, dice con satisfacción. Investiga en el Instituto Karolinska, que no necesita presentaciones. “En España es muy muy difícil compatibilizar la investigación con la clínica”. Eso fue clave en su decisión de emigrar meses después de acabar el MIR en 2012. Aquel año el gasto público en sanidad, siempre por debajo de los estándares de la UE, se desplomó hasta la sima más honda de la década. “No me habían dado trabajo y la situación era de una especie de depresión colectiva”, recuerda, “antes de la crisis ya había visto precariedad y gente muy válida que admiraba muchísimo y que encadenaba contratos que no eran ni becas”. La aventura ha cuajado. “Desde el momento en que llegué, me di cuenta de que trabajaba mucho menos y producía mucho más. Tengo los medios y el mundo alrededor funciona, no necesito estar pendiente de si otras personas hacen su trabajo porque lo hacen”. Contrato indefinido, mejor sueldo. Adiós a las guardias de 24 horas. Maestros y compañeros que han llegado de otros países, como ella. Mujeres en todos los estamentos. Referentes. Y también una vida: una pareja, un hijo. Volver sería casi imposible. Le acaban de aprobar un proyecto de investigación de seis años. El diagnóstico de la doctora García Ptacek sobre España es rotundo: “O les haces a los sanitarios un contrato indefinido con un salario normal, o les das un sueldazo. No puedes apretar por los dos lados. A menos que veas que no tienes futuro, no te vas. Nadie se va de su país para ganar un 30% más”.
El sistema sanitario era un traje demasiado ajustado antes de que la Gran Recesión lo hiciera mermar dolorosamente en forma de recortes. Los sanitarios sufrieron pérdidas de salario, aumento de jornada laboral y bajas sin cubrir, y se agravó la temporalidad y la precariedad que ya constituían una enfermedad crónica. Solo la mitad de los doctores tienen plaza en propiedad. De los que no, una cuarta parte firma contratos de menos de seis meses. Y 4 de cada 10 llevan en esa situación más de 11 años. Son datos de la Encuesta sobre la Situación de la Profesión Médica (2018). Casi todos (82%) creen que no trabajan en condiciones adecuadas. Y la mayoría (55%) se sienten emocionalmente agotados, según el sondeo de 2019. Las respuestas de 2021, tras el doloroso pico de la tercera ola de la pandemia, serían mucho más alarmantes.
Entonces era una opción escapar antes de quemarse, buscar un futuro lo suficientemente estable como para poder firmar una hipoteca. En 2019 se expidieron a médicos 4.100 certificados de idoneidad, la mayoría para ejercer en el extranjero. Un 18,7% más que en 2018. La cifra no ha parado de crecer desde hace una década. España es el séptimo país de la UE en número de doctores que se van a otras naciones europeas, uniéndose al flujo que va desde los países del sur y del este, con menos inversión en sanidad, a los del norte. El presidente del Consejo General de Colegios Oficiales de Médicos, Serafín Romero, dice que sus colegas necesitan desarrollo retributivo y profesional —algo más que las meras categorías de adjunto en un hospital y jefe—. “Contratación estable y con proyección de futuro. Venimos insistiendo en la falta de políticas de recursos humanos. Hemos perdido talento y ganado malestar”. ¿Nos estamos quedando sin médicos? Son suficientes, pero existen especialidades muy por debajo de la ratio europea, como los especialistas de familia (76 por 100.000 habitantes frente a 123 en la UE), cuya labor ha sido tan importante durante la pandemia. Para encarar la segunda ola, España aceleró la homologación de especialistas extracomunitarios.
Porque mientras unos emigran, otros llegan. El número de médicos extranjeros que ejercen en España crece: eran el 13,7% en 2016, según datos de la OCDE, el doble que 15 años atrás. Parte llegan de la UE (es el sexto país que más recibe) y el resto de países latinoamericanos, con Venezuela y Cuba a la cabeza. Como ocurre con otros inmigrantes,ocupan puestos que los doctores españoles no cubren: pueblos lejanos, sustituciones, ejercicio privado…
2012. El paro en enfermería roza el máximo de la década, un 8,2%. En Alcoi, la licenciada Lara Payá vive pendiente del teléfono. Espera la llamada de la bolsa de trabajo. Lo recuerda así: “Me sentía chantajeada; si decías que no, te ponían a la cola. Me mandaban un mes a un sitio y otro mes a otro”. Reunirse con su novio italiano fue otro aliciente para marcharse. En Londres se hizo matrona, se especializó en cuidados pre y posnatales y, tras tener toda suerte de responsabilidades, hoy lleva la gestión de personal en un hospital público. Ha podido escalar en la carrera profesional, y el sueldo ha ido acorde. Acaba de comprarse una casa. “Todos hemos progresado. Los que se vuelven nunca lo hacen por razones profesionales”, dice por teléfono. Antes del Brexit, el Reino Unido —muy escaso en sanitarios— había sido el gran destino para doctores españoles y, sobre todo, para profesionales de la enfermería. España está corta de sanitarias de este nivel —tiene 5,7 por 1.000 habitantes, una ratio a la cola tanto de la UE como de la OCDE—, pero es el segundo país del continente del que más emigran. El secretario general del Consejo General de Enfermería, Diego Ayuso, se lamenta: “Faltan 120.000 enfermeras, pero se siguen marchando; se han ido entre 15.000 y 20.000 porque consiguen empleo y salario mejores”. Su formación, un grado universitario de cuatro años, es muy valorada fuera, pero aquí ganan menos (1.700 euros de media en la sanidad pública) y viven en la precariedad. Prácticamente todos los contratos que se firman anualmente son temporales, según datos del SEPE. “Aquí es muy extraño que no seas fija”, dice Payá, “las entrevistas son muy duras, pero los sueldos son más altos y tienes oportunidades para formarte”.
La sombra del Brexit hizo que la neuróloga Violeta Sánchez volviera a España después de trabajar durante siete años en el Reino Unido. Cambió un contrato fijo y 4.000 euros netos al mes por la extenuante carga de trabajo y la precariedad que dejó antes de emigrar a Londres. “Llevo ahora dos años en Sevilla encadenando contratos de tres meses, ¿qué implicación vas a tener así? Y luego están los enfermos, que preguntan: ‘¿Vas a ser mi médica?, porque ya eres la cuarta que conozco”, cuenta. “Si no fuese por las guardias, no ganaría más de 2.000 euros, y en las oposiciones mis méritos del Reino Unido no cuentan, el sistema premia más que te formes en Andalucía”, dice. Ve el doble de pacientes, hasta 18 al día. En el Royal London Hospital de la capital británica solo pasaba consulta tres veces a la semana. El resto del tiempo lo dedicaba a la docencia, gestión e investigación. “Aquí es un extra y te lo montas como puedas en tu tiempo libre o en los huecos entre paciente y paciente”. Allí sus guardias, de 12 horas, no eran presenciales. Aquí son de 24 metida en el hospital.
La salida del Reino Unido de la UE también fue la razón para que el médico de familia Raúl Ródenas se decantara por Irlanda hace cuatro años. Llevaba una década como interino en una ambulancia haciendo guardias de 24 horas en Murcia. “Pero cada vez había menos complementos, tiempo para formación y vacaciones”, relata desde Cork. Y ninguna estabilidad. Hoy trabaja 21 horas a la semana —empieza el martes y tiene libre el viernes por la tarde—, dispone de 15 minutos por paciente y cobra el doble que en España. Tanto su esposa, también médica, como él se toparon con otro entorno: “Nos ilusionó mucho la actitud de los pacientes. No estaban enfadados con la sanidad ni con el sistema y se mostraban muy agradecidos”.
El colapso de los centros de salud por el coronavirus ha dado la puntilla a los médicos de familia, quizá la especialidad más vapuleada y precarizada, y también escasa de profesionales. El presidente de la Sociedad Española de Medicina Familiar y Comunitaria, Salvador Tranche, se lamenta de que los doctores de cabecera “son los que tienen más contratos eventuales, es muy normal que la gente se marche”. Hay una contradicción enorme, asegura, “entre lo poco valorados que están aquí y lo mucho que lo están fuera”. Por ejemplo, en Suecia. Mats Ignell es el codirector de MediCarrera, una empresa que sirve de puente para las contrataciones en el país escandinavo, y asegura que la buena formación de esos facultativos les abre las puertas. Lo que se encuentran no puede ser mejor. “En España luchan por tener 10 minutos por paciente y allí tienen más del doble, 22 minutos, el más generoso del mundo”. Son los médicos de cabecera, sobre todo los de Madrid —la comunidad que menos gasta en atención primaria— y Cataluña, los que más emigran.
Es de noche en Linköping, a dos horas al sur de Estocolmo. La enfermera Johana Amas está iluminada por la luz de un flexo. “¿Por qué me vine? Por estabilidad. Por poder decir con mi pareja: ‘Pues nos vamos a meter en una hipoteca’. Yo qué sé. El mes que viene cumplo 27 años y ya he firmado un contrato indefinido. Soy la que decide cuándo quiero dejarlo. No al revés. En España trabajas una semana en un sitio, un mes en otro. A lo mejor dos días. No lo sabes. O estás un mes en tu casa sin trabajar”. Llegó el verano pasado, con los días eternos. Pese a las noches interminables en invierno, su vida es mucho más luminosa. “En la residencia donde trabajaba había días que estaba yo sola para tres plantas de residentes, ciento y pico. Aquí, como mucho, una enfermera tiene 8 pacientes. Siempre que se puede, la supervisora suele poner una enfermera extra. Hoy, por ejemplo, hemos tenido 12 enfermos y hemos estado 4 enfermeras. Y 6 auxiliares o así”. La carga de trabajo de una profesional de hospital en España es mucho más alta, como recuerda el secretario general del consejo. De 10 a 15 pacientes, mientras que en la UE les corresponden 8. Johana no gana mucho más que en España, pero vive en un piso amplio. Tenía que viajar cada día a San Sebastián desde Hendaya porque no podía pagar más que una habitación en la capital vasca. Ella contactó con MediCarrera, que le buscó hospital, casa, la formó en sueco y se encargó de la documentación. Ignell cuenta que cuando hay más precariedad aumenta el interés de los sanitarios españoles en emigrar. “Con la covid ha crecido porque la dureza de la pandemia ha acelerado decisiones sobre las que ya se estaba pensando, sobre todo de médicos de familia y enfermeras”.
Francia es otro de los países de acogida más importantes. Con unos cascos de diadema, el especialista en aparato digestivo Enrique Pérez-Cuadrado contesta desde su piso de París, donde vive con su esposa —francesa— y sus dos hijos pequeños. Ordena sus motivos para anidar allí. “El sistema español no me permitía formarme después del MIR en endoscopia intervencionista, que es lo que yo hago, ni tener tampoco una seguridad y una estabilidad profesional dentro de esa carrera. Y cuando busqué en el extranjero, lo encontré rápidamente”. Enrique tiene contrato indefinido en un hospital público, el Europeo Georges Pompidou; trabaja más de 10 horas diarias —la conciliación sería más fácil en España, asegura—, y, como duerme poco, de noche dedica tiempo a investigar y preparar las clases que imparte en la universidad. Peldaño a peldaño, sube la escalera de la carrera profesional. Y ve muy difícil la vuelta: “Las bolsas de trabajo locales no premian el tiempo trabajado en el extranjero, aunque sea en una unidad de referencia; no lo consideran con el mismo valor que el trabajo que se realiza en la comunidad autónoma. En realidad, el sistema está hecho para que la gente difícilmente vuelva, aunque sea ilógico”.
También en París vive Ruth Bustamante, una doctora gallega enamorada de la elegancia de la cirugía que se practica en Francia, pero no tan satisfecha con las largas jornadas de trabajo, un sueldo solo aceptable y el año y medio en el que se hartó de enviar currículos. “Para venir hace falta un sacrificio que creo que mucha gente no está dispuesta a hacer”, reflexiona desde la cocina de la casa que comparte con su novio, recién llegada de una hora larga de trayecto desde el hospital. “Primero es el idioma; después, la adaptación a otro país, que es dura, y a un sistema médico totalmente diferente: ni los fármacos se llaman igual. Los primeros meses estás navegando en aguas turbulentas”.
De media, los médicos en Francia ganan 95.000 euros al año. Casi les doblan el sueldo a los españoles, que perciben 53.000, según una encuesta entre facultativos de la publicación científica Medscape. Menos de la mitad que sus colegas del Reino Unido (129.500) y Alemania (125.000). El anestesista mallorquín Miguel Estade recibe mucho más: “Tres veces más que en España, y eso que yo era de los que más ganaban porque estaba en la privada”, revela, bata blanca, desde su consulta de un hospital de la ciudad occitana de Béziers. Pero, como todos los demás, no fue solo eso lo que le empujó, acercándose a los 60 y recién divorciado, a ejercer en el sur de Francia. “No tenía vida. Acababa a las nueve de la noche y al día siguiente te tenías que levantar a las seis de la mañana. No estabas pagado por esta esclavitud que sufrías. Aquí tengo la libertad de elegir, allí me sentía atrapado. Además, tuve la sensación de que España no tenía futuro para los médicos y que solo podíamos ir a peor. Ahora esta sensación se ha confirmado”. Es un profesional liberal que factura a un solo cliente, la seguridad social francesa. No tiene jefes, trabaja lo que quiere (cuatro días a la semana) y se toma 12 semanas de vacaciones.
La enfermera Lourdes Ramet se asoma desde una habitación de paredes blancas de la casa que comparte con su pareja, subvencionada por el hospital donde trabaja. Al otro lado de la ventana ha comenzado a nevar. Algo de brillo para la oscuridad invernal de Múnich. “Llevo sin ver el sol desde septiembre. Aquí los días son en blanco y negro”, espeta esta gaditana sedienta de luz después de ocho años. En España nunca consiguió trabajar. Emigró a un país donde los profesionales de la enfermería no son universitarias y su trabajo es más limitado, cercano al de auxiliar de clínica, categoría que allí no existe. “No pueden sacar sangre ni administrar medicación sin permiso médico”. Así que luchó por especializarse. Ahora reina en el quirófano en el hospital universitario de la capital bávara, un centro de referencia en trasplantes. Gana 2.700 euros netos al mes, un sueldo que se antoja escaso para el nivel de vida de la urbe. Pero tiene contrato fijo, 38 días laborables de vacaciones y horas extras pagadas. Pronto regresará. Tiene 30 años y le llama, dice, la familia, aún más lejana por la pandemia, y la calidad de vida. “Si en España hubiese mayor estabilidad laboral, ninguno de mis amigos estaría aquí, lo hablamos mucho, o si nos dejasen especializarnos. Si tuviésemos eso, yo estoy casi segura de que el 95% no estaríamos aquí”.