EL PAÍS: Cuando este diario habló por primera vez con Xabier Etxeberria, guipuzcoano de 47 años, en junio pasado, su lucha particular era conseguir que Osakidetza, el servicio público de salud vasco, le administrara el tratamiento que más posibilidades tenía de curar su hepatitis C, la llamada triple terapia. Un mes antes había reclamado por escrito porque consideraba que se le denegaba “por razones económicas”. Osakidetza contestó, y vino a darle la razón. Le decía que, como su hígado aún tenía un grado 2 de fibrosis, no se le podía administrar, puesto que el criterio consistía en tratar con triple terapia los casos más avanzados, de grado 3 y 4 —el 4 equivale a cirrosis—.
Etxeberria, monitor de enfermos psiquiátricos, casado y con tres hijos, cuenta esta semana desde su casa en Oiartzun que ya está recibiendo el caro (30.000 euros; dura entre seis y doce meses) tratamiento que aumenta la tasa de curación del 45% al 75%. ¿Buena noticia? En realidad, no. Lo que ocurre es que, mientras esperaba — “totalmente agotado, sin energía”, cuenta—, Etxeberria ha empeorado y su hígado ya tiene una fibrosis de grado 3. Ahora sí, Osakidetza financia su tratamiento. En la respuesta que le dieron en junio pasado admitían que los criterios eran coyunturales: “Imposibilidad de abordar en el momento actual su tratamiento”.
Las sociedades científicas y las asociaciones de pacientes coinciden: cada vez hay más dificultades para acceder a los fármacos que los médicos consideran mejores para sus enfermos y que, por ser muy novedosos o para patologías poco frecuentes, son muy caros. Ocurre con los costosos medicamentos oncológicos, pero también con los nuevos anticoagulantes orales, los herederos inteligentes del Sintrom; o con el nuevo tratamiento para la hepatitis C, que casi dobla la tasa de curación del actual. “Caro o barato, depende de lo que uno mida. Si una medicación puede evitar un trasplante, que cuesta 150.000 euros, o un cáncer o una cirrosis...”, apunta José Luis Calleja, profesor de la Universidad Autónoma de Madrid y jefe adjunto del Servicio de Gastroenterología del Hospital Puerta de Hierro. Hay 900.000 personas con hepatitis C en España.
“Se habla mucho de priorizar, pero esta palabra es siempre un arma de doble filo, porque no es prohibir. En la práctica, se ha convertido en que muchas autonomías han estado dilatando el momento de administrar el fármaco”, añade. Calleja, secretario de la Asociación Española para el Estudio del Hígado (AEEH), participó en la elaboración del informe de utilidad terapéutica sobre la triple terapia de la Agencia Española del Medicamento (Aemps). Los expertos concluyeron que era conveniente para los grados 2, 3 y 4. El mismo día que se publicó el informe apareció otro, un “anexo de priorización”, sin la firma de los especialistas, en el que se decía que la terapia estaba indicada solo “excepcionalmente” para grado 2, relata Calleja. Es decir, el primer filtro.
Los problemas para acceder a fármacos caros empiezan en la Aemps, siguen en las comunidades autónomas y acaban en los propios hospitales, coinciden los expertos consultados. La Sociedad Española de Hematología y Hemoterapia (SEHH) ha sido de las más beligerantes. Su presidenta, Carmen Burgaleta, explica que las dificultades para el acceso a los mejores fármacos son “continuas” y que se han agravado en el último año. Un problema al que hay que añadir la inequidad. Un mismo paciente puede recibir un fármaco en una comunidad y en otra no; en un hospital sí y en otro a dos kilómetros no. Pero el primer obstáculo está en el Ministerio de Sanidad, subraya. “Nos preocupan las demoras en la autorización de nuevos fármacos, que cada vez son mayores”, dice. Lo ilustra con un ejemplo: el ruxolitinib. Era un fármaco que los hematólogos llevan “años” esperando con “ilusión” para poder tratar mejor a sus pacientes con mielofibrosis, una enfermedad rara. “Resulta que está aprobado ya en toda Europa, menos en Italia y España”, asegura.
Los médicos tienen bastante claro que si el veterano Sintrom (principio activo, acenocumarol) sigue reinando entre los pacientes anticoagulados —se usa para prevenir el ictus en caso de fibrilación auricular— es por culpa de la crisis y las restricciones presupuestarias. Los nuevos anticoagulantes orales, el dabigatrán, rivaroxabán y el apixabán, son tan eficaces como el Sintrom para prevenir el ictus, pero además simplifican la vida de los pacientes: menos riesgo de hemorragia (intracraneal), menos visitas para controlarse. Pero el primero cuesta tres euros al mes; sus sucesores, cerca de 90. “Cuando uno analiza las ventas y la penetración de los nuevos fármacos se da cuenta de que no tienen la progresión esperable”, asegura Vicente Bertomeu, presidente de la Sociedad Española de Cardiología (SEC). “Hay áreas de salud en las que no se prescriben prácticamente nunca”, añade.
En España, estos fármacos se administran con visado, una autorización especial que da la Inspección Médica. “Uno de cada tres pacientes que toman Sintrom no están bien controlados y podrían ser buenos candidatos para los nuevos fármacos”, explica José María Lobos-Bejarano, médico de familia de Madrid y coordinador del Grupo Cardiovascular de la Sociedad Española de Medicina Familiar y Comunitaria (Semfyc). “No tiene sentido que ahora que tenemos los nuevos anticoagulantes haya estas barreras, que responden a un criterio estrictamente económico. Muchos médicos de familia mantienen el tratamiento con Sintrom como hacían cuando no había otra alternativa, y eso no puede ser. En algunas comunidades los médicos de primaria no pueden prescribir el fármaco, con lo que hay que derivar al especialista, esperar... Tiene efecto disuasorio y supone una pérdida de oportunidad. Hay algunos pacientes que, con nuestra recomendación, se pagan estos fármacos ellos mismos. Los estudios han demostrado que reducen un 35% más los ictus isquémicos que el Sintrom”, añade.
La Federación de Pacientes Anticoagulados (Feasan) —son cerca de medio millón— denuncia también la falta de equidad entre comunidades autónomas e incluso entre hospitales. Habla de “claro agravio comparativo” porque hay comunidades como Castilla y León, Castilla-La Mancha, Murcia, Canarias y Aragón donde el médico de familia (encargado del seguimiento del paciente) no puede prescribir el tratamiento. “Aunque el ministerio publicó un documento para unificar criterios de uso, algunas comunidades han incorporado recomendaciones que filtran todavía más el acceso, como Cataluña, Castilla y León y Madrid”, añaden.
Fouad, de 12 años, es demasiado joven para saber lo que son las mucopolisacaridosis, un tipo de enfermedades metabólicas degenerativas raras (hay unos 50 afectados en España) causadas por el déficit de una enzima. Pero le ha tocado aprenderlo, porque padece una de sus formas, el síndrome de Hurler-Scheie. Su madre, Houssnia El Khadiri, explica en su casa de Quijorna (Madrid), que dos de sus cuatro hijos, Fouad y Fadwa, de 5 años, padecen esta enfermedad genética. Le preocupa ver cómo su calidad de vida empeora sin tratamiento. Pese a que hace cuatro años que Fouad fue diagnosticado —tiene poca movilidad en los brazos, padece contracturas articulares, tiene cataratas, es más bajito que los niños de su edad—, sigue sin recibir el tratamiento enzimático sustitutivo que mejoraría sus síntomas. Los especialistas consultados por este diario no se explican cómo no la ha recibido aún.
El Khadiri, que ha peregrinado de centro en centro intentando que atiendan a sus hijos, tampoco sabe por qué. Jordi Cruz, presidente de la asociación MPS (mucopolisacaridosis) España, está convencido de que la explicación tiene que ver con el hecho de que el fármaco cuesta miles de euros. “Tengo claro que si no estuviéramos en esta situación económica, esto no sucedería”, dice. Lo cierto es que el hospital de La Paz, en Madrid, que trató a los niños en su servicio de genética, no ha llegado a darles el tratamiento.
Su caso fue a la Comisión de Uso Compasivo y Medicamentos Especiales del centro antes del verano, que derivó el caso a la Dirección General de Hospitales de la Consejería de Sanidad madrileña. A El Khadiri y a sus hijos nunca les han dado una respuesta concreta, ni un papel en el que denieguen oficialmente el tratamiento. El viernes pasado, tras una llamada de EL PAÍS, una portavoz aseguró que Fouad recibirá el tratamiento la semana que viene. Fue lo mismo que contestaron en julio de 2012 a otro medio de comunicación que contó el caso, recuerda la madre. Y no lo cumplieron. “Con tratamiento, los niños podrían hacer vida normal. Pero todo el mundo se lava las manos”, suspira Cruz.
Hace solo unos días el Servicio Gallego de Salud (Sergas) fue obligado a financiar, por sentencia judicial, un costoso fármaco (eculizumab) que mitiga los síntomas de los afectados de hemoglobinuria paroxística nocturna (HPN), una enfermedad ultrarrara. “Tras la sentencia, ya hay tres o cuatro pacientes más que van a recibir la medicación”, dice Cruz, que también preside la asociación de HPN. “Para las 7.000 enfermedades raras, muchas de ellas graves, solo hay 55 fármacos. Mi hija tiene síndrome de Sanfilippo [otro tipo de mucopolisacaridosis] y para ella no hay medicación. ¿Tan complicado es tratar a los enfermos que sí la tienen? ¿Para qué aprueban los fármacos si luego ponen barreras?”, se pregunta.
“El ministerio tardó 11 meses en reunir a la comisión que aprueba nuevos fármacos y precios”, apunta Albert Jovell, médico y presidente del Foro Español de Pacientes. “Es una comisión muy intervenida por Economía, porque Sanidad aprueba, pero luego son las comunidades las que pagan. Intentan retrasar que los hospitales empiecen a dar los fármacos, o seleccionan mucho a los pacientes. Conforme el presupuesto de salud va disminuyendo, esto ha ido yendo a más. Los médicos están muy atados al prescribir y el paciente, por ilustrado que esté, no se entera”, señala. Para Jovell, los mayores problemas están los tratamientos para el cáncer, generalmente paliativos; hepatitis C, artritis reumatoide y esclerosis múltiple.
Belinda Lozoya, de 29 años, acaba de descubrir que el año y medio que ha estado en lista de espera para que le implanten una bomba de insulina puede no haberle servido para nada. Por su edad, su profesión —es enfermera y trabaja a turnos— y los años que lleva siendo diabética (20), es buena candidata para este dispositivo. Así se lo comunicó su endocrino del hospital del Henares (Madrid) cuando la derivó al hospital de La Paz en marzo de 2012 para que se lo implantaran porque tenía mal control de la diabetes. Desde entonces ha sido paciente del servicio de endocrinología de este centro.
Pero ahora, cuando al fin le tocaba el turno, el hospital se niega a financiar la bomba y los reactivos que requiere. Alega que Lozoya, que vive en Rivas (Madrid) pertenece a otra área sanitaria. Madrid aprobó un área única sanitaria en 2009 y publicitó que los pacientes podrían moverse libremente a los centros de su elección. En la práctica, como ha comprobado Lozoya, los hospitales tratan de ajustarse a sus mermados presupuestos intentando devolver a los enfermos a los centros de su zona. “Me quedo en tierra de nadie. Los problemas burocráticos y financieros del hospital no deberían suponer una traba para un paciente que necesita un tratamiento”, se lamenta. Sabe que la bomba de insulina mejoraría el control de su diabetes. Ahora se pincha al menos cuatro veces al día y se hace controles seis o siete. “Llevo año y medio retrasando el momento de ser madre porque no tengo buen control de mi diabetes. ¿Cuánto más voy a tener que esperar? ¿Por qué han esperando tanto para denegármelo?” se pregunta.
Sanidad asegura que trabaja para que los criterios sean los mismos en todos los hospitales españoles y niega estar tardando más de lo necesario en aprobar los fármacos innovadores. También desliza que los precios que ponen algunos laboratorios son inasumibles. Los pacientes, mientras tanto, se encuentran cada vez más barreras de las que, muchas veces, no llegan a ser conscientes.