Los enfermos invisibles

EL PLURAL: No son enfermos imaginarios, como los humilló, más que definió, algún médico. Son enfermos tan reales como invisibles. Enfermos a los que han escondido a la vista de todo el mundo, como aquella famosa carta de Poe. Y porque existen, reclaman derechos, atención médica, un protocolo de actuación. Están hartos de palabrería, de indiferencia. Y de spam clínico para sus dolencias. Son los parientes/pacientes pobres de la covid. Jóvenes en su mayoría, entre 20 y 55 años. Personas a las que, en muchísimos casos, no les hicieron pruebas PCR ni serológicas, aunque sus síntomas coincidían con los del coronavirus. Personas que no fueron ingresadas en la UCI. Personas a las que los sanitarios no aplaudieron cuando abandonaron el hospital.


Son los enfermos que lidiaron a solas con el coronavirus durante las peores semanas de la pandemia. Cuatro o cinco meses después de haber contraído la enfermedad, algunos síntomas perduran: disnea, fiebre, tos, ahogo, manchas en la piel, cansancio, colitis, hipoxia, dolores en las articulaciones, caída del cabello, falta de concentración, migrañas

Y se sienten ninguneados. Solo quieren recuperar la salud, volver a trabajar, reanudar la vida en el mismo punto en que se la desbarató el patógeno. ¿Son secuelas sus síntomas? Y, si es así, ¿cómo se erradican? ¿O es que aún siguen infectados? La medicina, se supone, va más allá del Paracetamol. Por eso piden investigaciones, compromiso ético y médico, atención. Sobre todo, atención.

Porque, aunque se han creado unidades poscovid, estas solo son para los pacientes que estuvieron hospitalizados o en las UCI. Invisibles, estos pacientes no pueden ser atendidos en ellas porque ni siquiera figuran en las estadísticas ni en los registros de los aquejados de coronavirus.

Y, sin embargo, son enfermos. Enfermos de covid persistente, entre los que abundan más las mujeres que los hombres. Un colectivo nada desdeñable que podría aglutinar a más de 16.000 personas en España. Y que previsiblemente crecerá a juzgar por el rapidísimo aumento de contagios en las últimas semanas. Y los que vienen, de continuar así.

Acaban de firmar un manifiesto para hacerse oír por las administraciones sanitarias y, uniéndose a otras iniciativas similares que están surgiendo espontáneamente a lo largo y ancho del mundo, ya han creado cuatro grupos de afectados. En Cataluña (simplleusabandonatscovid19@gmail.com), País Vasco (covidpersistente.euskalherria@gmail.com), Andalucía (covidpersistenteandalucia@gmail.com) y Madrid (covidpersistentemadrid@gmail.com).

Un boli contra el coronavirus

Si Aquiles peleó contra Héctor con el escudo que le labró Hefesto, Beatriz Fernández se enfrentó al coronavirus con un bolígrafo. Acababa de regresar del ambulatorio a primeros de marzo, antes de que se decretase el estado de alarma. Una doctora, envuelta en capas, en refajos higiénicos, con una pantalla de plástico protegiéndole la autoridad de la voz, le confirmó sus temores. “Cuando me diagnosticaron la infección, aunque sin prueba PCR, se me paró el mundo”, dice al otro lado del teléfono esta manager empresarial de 40 años y portavoz del colectivo madrileño de afectados por la covid persistente.

Beatriz Fernández tiene la voz de color violín. Es una voz decidida, cautelosa, racionalista, que retrocede hasta las semanas de plomo del coronavirus. “Me acababan de decir que tenía algo potencialmente mortal y me mandaron a casa”.

A Beatriz le cuesta hacer la autopsia a aquellas emociones. Se reconoce a la defensiva. Y se adueña de un silencio ártico que tarda en derretirse. Solo entonces cuenta que, al recibir el diagnóstico, sintió vértigo; después, terror y desamparo, asustada de tener que vivir encerrada con el virus. Un inhalador, un Paracetamol cada ocho horas y la promesa de una llamada al cabo de dos días fue el tratamiento prescrito. “Y, si te ahogas, llama a urgencias”.

Me acababan de decir que tenía algo potencialmente mortal y me mandaron a casa

Cuando después de 48 h de nerviosismo al fin le sonó el móvil, Beatriz ya había encontrado la palabra exacta para abarcar la tos seca, la diarrea hiperactiva, la febrícula parsimoniosa. La palabra era miedo. “¿Y si me duermo y me pasa algo?”

Pero esto se lo calla al doctor que le pregunta, al otro lado de la línea, cómo se encuentra. Fernández recita los síntomas que habrá de enumerar —y ampliar— durante las semanas siguientes. Los escucharán su novio, sus familiares, sus amigos, sus jefes. “Igual”, concluye, “me encuentro igual”.

Y su voz era la de una difunta un poco menos muerta que ella misma.

Beatriz, con todo, sobrevivió a su propio espanto. Afortunadamente, conocía a varias personas que habían superado la enfermedad en dos semanas, dice. Y eso la animó. Recobrar la salud consistía, pues, en tachar catorce días en el calendario. Pero el bolígrafo de Beatriz traspone el día 22, el 23, el 24; la tercera caja de Paracetamol está a punto de agotarse y la recuperación no llega.

Teletrabajando como puede y sola en casa, dentro de su celda interior de blancura y silencio, sin más compañía que el móvil, el ordenador, la tele y sus gatos Chego y Salem, Beatriz vigila los síntomas, que crecen amontonándose, sustituyéndose, renovándose, acobardándola.

“Un infierno. He tenido todos los síntomas de la covid”, sonríe con amargura. “Después de dos meses de haberme contagiado, me hicieron la PCR y, al haber pasado tanto tiempo, salió negativa. La prueba serológica, lo mismo. En la atención primaria de la Seguridad Social, se valen de estos negativos para decir que no has tenido el virus y te derivan a medicina interna, no a unidades especiales de covid”.

De manera que, a pesar de haber acumulado todos los síntomas, Beatriz Fernández, oficialmente, no es enferma de covid; no importa que siga con febrícula, con dolor de cabeza, con pinchazos. Su baja laboral ha sido por enfermedad común, no por coronavirus. Las autoridades sanitarias del Reino Unido ya han reconocido a los enfermos de covid persistente. Aquí, no. O todavía no. “Tenemos esperanza en los estudios que va a emprender la Sociedad Española de Médicos Generales y de Familia (SEMG). Hace falta saber cómo afectan todos estos síntomas a nuestra calidad de vida y crear un protocolo médico adecuado a nuestros casos”.

Hoy por hoy, como al resto de los miles y miles de enfermos leves y moderados que aún arrastran síntomas de la covid y que no fueron diagnosticados con pruebas PCR, nadie ha acertado a explicarle a Beatriz por qué no se ha curado todavía. Por si fuera poco, los diferentes médicos de atención primaria que la telefoneaban semanalmente se contradecían en el tratamiento. “Comprendo”, disculpa ella, “que estuvieran perdidos, porque esta es una enfermedad nueva que los ha cogido por sorpresa. Pero eso no aliviaba mi sensación de desamparo”.

Su mayor temor era que la infección bajase a los pulmones. La posibilidad se presentó un sábado. Acurrucada en el sofá con sus mascotas, estaba viendo Anne with an E —una serie de Netflix— cuando notó una quemazón en el pecho. Una yedra de fuego verde. Pronto se extendió por el brazo izquierdo. Beatriz se asustó. Aun así, no llamaría a su pareja. Era muy tarde. ¿Qué podría hacer él desde Barcelona, además? “Así que le escribí un mensaje de WhatsApp a una amiga que trabajaba en el turno de noche. Fue ella quien me sugirió que llamara a emergencias”.

En el 112, no contestan. Veinte minutos después y con aquel fuego interior en carne viva, descuelgan el teléfono del 061. Una voz carraspea, toma nota, responde que un médico la llamará lo antes posible. Cinco meses más tarde, Beatriz sigue aguardando el timbrazo prometido.

Hace falta saber cómo afectan todos estos síntomas a nuestra calidad de vida y crear un protocolo médico adecuado a nuestros casos

El ardor en el pecho insiste. Sobrecogida, telefonea a su aseguradora —la muerte le crece ya como una certeza mineral en los pulmones— y se apresura a urgencias de un hospital privado. “Me sorprendió verlo tan tranquilo en comparación con las imágenes de las urgencias de los hospitales públicos”, recuerda. “Me atendieron muy rápido”. Le realizan una placa. Y un electro. Ni aquella ni este revelan nada preocupante. Tal vez estaba ansiosa y eso le estaba generando aquella quemazón. Beatriz rebate con calmada y germánica disciplina el argumento del médico. Él porfía. La radiografía está bien. El electro, normal. Ansiedad, posiblemente todo fuera ansiedad.

Fernández abandona la consulta con rabia y una extravagante receta de Ranitidina apretada en el puño (la Raniditina es un medicamento para la úlcera gástrica y el reflujo gastroesofágico que fue retirado en 2019 por sus posibles efectos cancerígenos). “Llegué a casa muy asustada y muy desanimada. No sé cuándo me quedé dormida de agotamiento”.

“Yo dejé de aplaudir a las ocho”

No una ni dos. Fueron muchas las noches en vela que pasó la periodista Mercedes Martínez Albesa, de 49 años. O, en el mejor de los casos, dormitando unos segundos de pie. O hilvanando en la butaca breves cabezadas de las que ella despertaba boqueando de pánico, porque la aterraba la posibilidad de ahogarse durante el sueño o de abrir los ojos y comprobar que la falta de aire no estaba en sus pesadillas, sino en el salón, delante de las ventanas abiertas. “La disnea que padezco a consecuencia del coronavirus”, explica al otro lado del teléfono, “se agrava si te tumbas. Las primeras semanas fueron horribles. Ahora, mal que bien, puedo dormir en la cama”.

Continúo con la disnea, que es mi principal síntoma. Y con una pérdida alarmante de cabello. Y con dolores musculares. Y con la tensión disparada. ¿Solución de la médica de cabecera? ¡Pues no te la tomes! Eso me dice

Martínez Albesa fue la segunda de la familia en contraer el coronavirus. Sucedió a finales de marzo. Neumonía bilateral, le diagnosticaron en el hospital Puerta de Hierro de Madrid. El primero en sucumbir a la enfermedad, su marido. Empezó a sentirse mal después de un viaje a Italia. Se aisló en una habitación. El uso de las mascarillas en casa no impidió, sin embargo, el contagio de Mercedes y de los dos hijos. Hoy, todos están recuperados. No así la periodista. “Cuatro meses y medio después, sigo sin poder hacer vida normal”, se lamenta. “Continúo con la disnea, que es mi principal síntoma. Y con una pérdida alarmante de cabello. Y con dolores musculares. Y con la tensión disparada. ¿Solución de la médica de cabecera? ¡Pues no te la tomes! Eso me dice”.

A día de hoy, Mercedes todavía se pasa las horas muertas tecleando en Google “covid + disnea” solo para comprobar que la última página repite la escasa información de la primera. “Estoy muy harta. Supuestamente debería ir mejor, pero en el día a día no noto avances. El neumólogo de la privada me dice que así no voy a quedarme. Sin embargo, tengo muchas dificultades para respirar y pierdes la fe”.

La había perdido mucho antes en la Seguridad Social. Se había cambiado ya dos veces de médico. Echaba en falta un poco de empatía. “La disnea no se cura tomándote un Orfidal. El Orfidal es para la ansiedad, no para la disnea”.

Peor fue cuando el primer facultativo de atención primaria se empeñó en firmarle el alta médica. Mercedes llevaba un mes largo sin poder trabajar y con la vida dándole vueltas de campana. Pero el médico atribuyó sus ahogos no a las secuelas del coronavirus, porque las placas de los pulmones se revelaban limpias, sino a la ansiedad, algo que la periodista, reconoce, jamás había padecido. “Salí llorando del examen médico que te hacen para prorrogarte o no la baja. Yo me encontraba muy mal. No pretendía engañar a nadie. Me hicieron sentir como una delincuente. Aquel día dejé de salir al balcón a aplaudir a las ocho”.

El color del virus

El coronavirus es la noche oscura que se deja ver. Y un color, el marrón, que es un color destartalado, sin arranque, un color con artrosis, cayada y zapatillas de felpa. El marrón es también el aliento de la tierra podrida. “Yo asocio el coronavirus con el color marrón”, dice al otro lado del teléfono esta licenciada en Traducción e Interpretación que trabaja de auxiliar administrativo. Su nombre, Paloma Jaraíz.

Un retrato fotográfico puede mentir. Lo sabía Richard Avedon, que se pasó la vida fotografiando a modelos, a artistas, a escritores, a gente humilde, cuando lo único que hizo en realidad fue retratarse a sí mismo en cada uno de ellos. El retrato, en efecto, puede mentir. La voz, jamás.

Y la voz de Paloma Jaraíz —me gusta ese pellizco en su apellido por el que pasan las calles de piedra de un pueblo extremeño que también se llama así— suena a inteligencia. Y a manantial. Una voz en la que aún florece la alegría que el coronavirus no ha logrado extinguir, a pesar de que Paloma sigue haciendo penitencia en su desierto vírico prêt-à-porter. Y va camino de seis meses. Sus demonios se llaman molestias estomacales, febrícula, disnea (que, al igual que a Mercedes, también se la pretendieron curar con ansiolíticos) y pérdida de concentración, hasta el punto de que a Paloma le resulta difícil seguir el argumento de una película. Su peor demonio, no obstante, es la fatiga.

Desde que empecé con todo este tema, siento mucha fatiga”, dice esta joven que vive en el cuerpo de una anciana. Sus pulmones son dos globitos autistas y resecos. Días atrás, cuando arriesgó con su pareja un paseo por el barrio, tuvo que sentarse en el bordillo de la acera. Apenas había recorrido veinte pasos, pero el cansancio era más grande que si hubiese sido la entrenadora personal de Filípides, el soldado de Maratón. “Al verme así, con la cabeza hundida entre los brazos y jadeando, casi mareada, un chico se nos acercó por si necesitábamos agua. Aquel día hacía mucho calor. Pero mi problema no era el calor”.

Hay una Paloma que se ha quedado esperando a Paloma en aquel bordillo. La Paloma que no tiene pesadillas cada noche desde que se contagió. La Paloma que disfruta practicando senderismo con su pareja. La Paloma que no tuvo que peregrinar cuatro o cinco veces a urgencias. “La tercera fue la peor. Era el 11 de mayo y supe que me moría”, dice. Y por primera vez en la entrevista, espolvorea al teléfono una tos. Habrá más. No es la suya la tos de hormigonera del fumador. Ni la agreste del que se acatarra. La suya es una tosecita de ballet.

Aquella noche del 11 de mayo, Paloma tenía 31 años, había sido una de las mejores intérpretes de lengua de signos para estudiantes universitarios sordos; dominaba el inglés a la perfección y había trabajado como guía turístico en una bodega. Estas eran algunas de las cosas que Paloma Jaraíz había hecho antes de la noche en que estaba muriéndose. De todas ellas, haber contraído el coronavirus durante las visitas a su padre en el hospital —falleció de cáncer el 5 de marzo— es la única que casi la mata.

En la sala de urgencias, coro de toses. Prisa de las enfermeras en los zuecos de goma. Batas de médicos aleteando entre el olor blanco a camillas, desinfectante y miedo. “Espero que me digan que todo está bien y me manden a casa. Espero que me digan que todo está bien y me manden a casa. Espero que…”

Paloma se desmayó. O casi. Tuvieron que sentarla en una silla de ruedas para realizarle una radiografía, que sale limpia. “También me hacen una prueba de anticuerpos, que da positivo”.

Desde el 21 de mayo, Paloma está de baja. A día de hoy la trata un neumólogo. La PCR no encontró rastros de coronavirus. Y, sin embargo, hay una Paloma de vacaciones que sigue esperando en un pueblo de Toledo —“el de mi madre”— a la Paloma que tose por última vez y cuelga el teléfono.


 

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