La negligencia médica que paralizó al pequeño Adrián

EL PAÍS: Adrián Pina Pelaz tiene nueve años y es todo sonrisa. Sonríe ante las carantoñas maternas, cuando le acarician su cabello pelirrojo, sonríe cuando las fisioterapeutas mueven su cuerpo y cuando una pantalla muestra a su idolatrada Peppa Pig. Adrián sufre parálisis cerebral desde los 15 meses. Se comunica con muecas y sonidos que expresan su alegría o berrinches; unos inquietos ojos pardos analizan lo que ocurre alrededor. Era solo un bebé cuando entró en una clínica de Valladolid, donde vive, para que le hicieran una resonancia cerebral en 2012. Salió en ambulancia unas horas después, rumbo a Urgencias, tras sufrir una supuesta parada cardíaca “de 30 segundos”, según los doctores de la clínica. Ahora, la Audiencia Provincial de Madrid ha determinado que, en realidad, su corazón se detuvo durante 10 minutos por una negligencia que le ocasionó una incapacitación prácticamente total. El seguro del anestesista que cometió el error tendrá que pagar una indemnización de 600.000 euros. Los padres de Adrián suspiran con cierto alivio después de pasarse años temiendo que les dijeran que no tenían razón.


La madre, Ana María Pelaz, de 46 años, explica que ella y su marido, José Manuel Pina, de 47, han aprendido a combinarse para atender a su hijo y mantener sus rutinas. La pareja, ambos policías, organiza sus turnos tanto con el uniforme como de noche. El pequeño duerme en el salón, en un sillón reclinable que lo ayuda a no ahogarse, mientras uno de sus progenitores descansa en un sofá y el otro en la cama. Van rotando cada día. También se distribuyen tareas como llevarlo y recogerlo de la escuela de educación especial y, dos veces por semana, de un centro especializado en tratamientos complejos y largos.

 

El matrimonio suma casi una década de sinsabores y causas judiciales. Pelaz relata que el bebé crecía sin más problemas que alergias a una proteína de la leche, al marisco, a los frutos secos y al huevo. Nada especialmente extraño. Aun así, lo notaban “torpón” y acudieron a la clínica Q-Diagnóstica de Valladolid para que le hicieran una resonancia. Todo cambió aquel 5 de diciembre de 2012. Comenzó un periplo de tres meses de hospitales, un sinfín de consultas y el afán por saber la verdad tras una presunta parada cardíaca de 30 segundos. Acudieron a los especialistas del hospital madrileño Niño Jesús y a una genetista de Barcelona, quienes se extrañaron ante unas secuelas tan brutales por una parada de “solo” medio minuto. Un análisis minucioso de las resonancias cerebrales reveló unas incidencias solo compatibles con unos 10 minutos sin actividad cardíaca. Mucho tiempo. Los padres, que ahora animan a denunciar a quienes estén en situaciones similares, dudaron si hacerlo. Finalmente acudieron a la justicia en junio de 2013, por la vía penal, aunque dos años después optaron por la vía civil al ver pocas posibilidades de que el caso prosperase.

 

En la sentencia ―dictada por un juzgado de primera instancia en primavera de 2019, pero que la familia ha difundido recientemente, una vez que la Audiencia Provincial la confirmó en septiembre―, los jueces, a quienes el matrimonio agradecen su comprensión y empatía, plasman que el médico, asegurado por la Agrupación Mutual Aseguradora (AMA), empleó los anestésicos Miaxolen y Propofol, que contiene lecitina de huevo, pese a que en el consentimiento informado firmado por él y por el padre de Adrián se recogían las alergias del niño. Tampoco le informó de los “riesgos de la prueba”. De ahí procede la parada cardiaca que provocó la parálisis cerebral. AMA trató de justificar las graves consecuencias de aquella negligencia cuando en 2014 se descubrió que Adrián tenía síndrome de Angelman, un trastorno cromosómico que puede acarrear retrasos en el desarrollo, pero, como remarca la resolución, nunca semejante “daño neurológico”.

Este tipo de procesos se suelen topar con dificultades a la hora de demostrar la relación causa-efecto entre el error médico y las lesiones. Francisco Almodóvar, abogado especialista en derecho farmacéutico y presidente de la asociación internacional de afectados por productos sanitarios (Asomedic), indica que acreditar esa causalidad con informes periciales y pruebas genéticas es un camino costoso. Los médicos, añade, no siempre están al tanto de las múltiples y complejas reacciones que puede tener el organismo ante los fármacos.

Los padres valoran la “valentía” de los facultativos que declararon en el juicio, pues temían que protegieran a sus colegas. Sin embargo, aunque celebran la indemnización de 600.000 euros, han decidido recurrir al Tribunal Supremo para reclamar 1.238.000 euros, al sumar los intereses. Confían en el Alto Tribunal. No necesitan imperiosamente el dinero, pero... “¿Y si nos pasa algo?”, se plantea Pelaz. “Hay días que me agota, y eso que soy su madre”. Esta entera dedicación hay que pagarla si ellos faltaran. “Si Adrián es feliz, yo soy feliz”, zanja.

Una terapia necesaria

Durante estos años, los Pina Pelaz han mantenido una complicada logística familiar para cuidar a su hijo. Un día a día marcado por las necesidades de Adrián. Esta tarde le toca a la madre ir a por él al colegio. Llueve. El chico estalla de alegría al verla. Besos y muchos achuchones sobre la silla de ruedas, que costó 6.000 euros, que hay que empujar hacia el coche, por el que pagaron 20.000 euros y otros 10.000 para adaptarlo. Próxima parada: rehabilitación. El seguro, tras mucho insistir, lleva dos años cubriendo las sesiones, a razón de 45 euros cada una, al considerarlo por fin “terapia necesaria”.

Las recepcionistas se alegran al ver al chico, que pasará por las manos ágiles de Laura García, logopeda ambulatoria. Los dibujos animados lo entretienen. García detalla que con sus dedos y distintos estímulos de texturas y temperaturas trata de normalizar las sensaciones del menor, que tiene hipersensibilidad, y poco a poco conseguir que pueda ingerir alimentos. El niño se alimenta mediante inyecciones de nutrientes gracias a un “botón” que conecta con el estómago. La fisioterapeuta Gema del Olmo se encarga de dinamizar las mermadas capacidades motrices. “¡Vamos a hacer la croqueta!”, le anima, y estira y mueve sus extremidades en una camilla frente a un espejo donde Adrián no deja de mirarse.

José Manuel Pina entretiene a su hijo con un colorido sonajero. La vivienda combina material de trabajo de los policías, como unos aparatos de gimnasia y apuntes de cursos, con cestas con juguetes. Una camiseta enmarcada del Atlético de Madrid, firmada por la plantilla para apoyar al pequeño, preside una pared. Los Pina Pelaz abanderan ese “si se cree y se trabaja, se puede” que pregona el entrenador Simeone. Y Adrián sonríe.


 

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