La empatía en medicina no es solo cuestión de humanidad, también tiene claros efectos terapeúticos

EL PAÍS: Hace dos años, el médico de urgencias Julio Armas, que ejerce en Elche (Alicante) y acumula una legión de seguidores en X, colgó en esta red social la foto de un cartel con el siguiente mensaje: “Cuando veas un paciente, acuérdate [de] que la enfermedad ya lo está tratando demasiado mal como para que tú lo hagas también”. La imagen cosechó más de 70.000 likes y un torrente de comentarios en torno a la empatía (o su ausencia) en la atención sanitaria. Poco después, Armas añadió un breve texto como anverso a su consejo inicial. Iba en este caso dirigido hacia el paciente, al que instaba a recordar que el doctor “está cansado de un sistema que no le cuida, de horas interminables” y, en definitiva, de ser el “muro de contención de una gestión nefasta”.


La repercusión de los tuits de Armas puso de manifiesto un viejo resquemor en la relación médico-paciente. En él subyace la desconfianza. Y aflora en acusaciones estereotípicas, en quejas recíprocas centradas en la falta de tacto o las exigencias desmedidas. Hay pacientes que lamentan ser despachados con gelidez burocrática. Y médicos que se preguntan cómo demonios ser cercanos cuando cada día se asoman a salas de espera en plena ebullición.

La faciliten o no los sistemas de salud, lo cierto es que la empatía en medicina importa. No hablamos solo de mera humanidad, de recurrir —por lógica moral— a la escucha atenta y considerada al relacionarnos con quien padece una dolencia. Es también cuestión de eficacia. Varias investigaciones han demostrado que los médicos que más se ponen en el lugar de sus pacientes obtienen mejores resultados clínicos. Ocurre con la diabetes, el cáncer o la hipertensión. También en la percepción del dolor, que se atenúa cuando median palabras amables. O al reducir (hasta en un 40%) los reingresos de personas aquejadas por un fallo cardiaco. Ya en 2001, una revisión de estudios publicada en The Lancet concluyó que los facultativos “cálidos y amistosos” tienen un “importante efecto terapeútico sobre sus pacientes”.

“Si fuera un medicamento, sería un super ventas; los médicos la prescribirían mucho y los pacientes la pedirían constantemente”, resume Jeremy Howick, quien dirige un centro para promover esta cualidad en el ámbito sanitario auspiciado por la Universidad de Leicester (Reino Unido). “No es un adorno, forma parte del núcleo duro de la curación”, abunda Montserrat Esquerda, directora del Instituto Borja de Bioética (IBB) de la Universidad Ramon Llull, con sede en Barcelona. Ambos expertos subrayan que la mayor adherencia al tratamiento y la reducción de los “elementos estresores”, en palabras de Esquerda, son razones de peso que explican por qué la empatía provoca un impacto positivo en la salud del paciente.

Esquerda la define como un “conglomerado de actitudes o habilidades” muy similar al espíritu compasivo. Y considera un tremendo error —incluso desde una óptica economicista— caer en la tentación de acortar las consultas para optimizar recursos. “Como se vio en [la obra de Stephen Trzeciak y Anthony Mazzarelli] Compassionomics [término que funde, en inglés, compasión y economía], la medicina con tiempo es rentable. Si tienes una relación corta con tu paciente, resulta probable que le pidas pruebas innecesarias y costosas”, afirma. Esquerda sabe que su discurso tiene algo de “contracultural” en una época tendente al “deslumbramiento tecnológico”. “Parece más fácil incorporar aparatos de última generación que dar algo más de tiempo a los profesionales”, sostiene. Howick reconoce que “ser doctor no es lo que era”, que ahora hay más prisa y peores condiciones. Pero añade que, incluso en un contexto desfavorable, pequeños gestos pueden marcar la diferencia: “Decirle tu nombre al paciente, sentarte cerca de él, no interrumpirle”.

La empatía conlleva además un posible beneficio para el propio médico: disminuye (o al menos neutraliza) su sensación de burnout, de estar quemado por las vicisitudes de su trabajo. Una revisión de estudios internacional aparecida en 2017 apuntaba en esta dirección, aunque sus autores matizaron que la causalidad plantea interrogantes: ¿Se queman menos los médicos empáticos o los médicos menos quemados son más empáticos? No se antoja, al parecer, sencillo saber si el huevo precede a la gallina. O cuándo un círculo virtuoso torna en vicioso. Howick opina recurriendo a una famosa cita de Nietzsche, que enmarca en la esencia del juramento hipocrático como voluntad de aliviar el sufrimiento: “Cuando tienes un porqué para vivir, puedes soportar casi cualquier cómo”.

En España, Oriol Yuguero, director de urgencias en el Hospital Universitario Arnau de Vilanova (Lleida), ha diseccionado a fondo la dinámica entre estas dos variables. Hace años creó una página en internet específica sobre el tema, y no alberga dudas de que la empatía ayuda a sobrellevar la dureza de la profesión. Con una salvedad: el período álgido del covid, cuando sentir el drama ajeno en las propias carnes jugó en contra del bienestar de los facultativos. Muchos se tiraron a una piscina de inmenso dolor sin saber nadar, y acabaron sucumbiendo a lo que se conoce como fatiga compasiva. Aun así, Yuguero no aboga —ni en épocas de tragedia sanitaria— por replegarse en la frialdad analítica. Mucho menos por abrazar un cinismo esnob al estilo del doctor House. Su apuesta pasa por “dotar a los profesionales de herramientas que les permitan gestionar” una relación próxima con el paciente sin comprometer su equilibrio emocional.

Organismos como el IBB o el Centro de Investigación Biomédica de La Rioja están diseñando en nuestro país programas formativos para enseñar a los doctores (presentes y futuros) cómo ser más empáticos. Las facultades de medicina se han convertido en objetivo prioritario, sobre todo ahora que sabemos que los estudiantes van perdiendo la capacidad de ponerse en la piel del otro a medida que avanzan en sus estudios. Pioneros en la observación pormenorizada de la empatía médica como Mohammadreza Hojat —quien creó la escala para medirla más utilizada en el mundo— descubrieron hace tiempo un fenómeno multicasual. Howick y otros autores publicaron en 2017 un repaso a la literatura sobre este asunto. Concluyeron que el principal factor de esta caída en actitudes empáticas se resume en un “currículum oculto” con rasgos comunes en distintos países: sobrecargado y exageradamente complejo. La consecuencia son médicos novatos que, con frecuencia, ya han integrado un trato impersonal con el paciente. Entre montañas de conocimiento teórico, bajo presión asfixiante, se fue erosionando su vocación de partida, la de curar personas.

Howick promueve un nuevo paradigma en la educación médica. Su propuesta busca pasar del “modelo biomédico —que ve al cuerpo como una máquina— hacia otro biopsicosocial” en el que los alumnos nunca olvidan “la conexión entre los hechos que aprenden y el ser humano”. El objetivo es que vaya arraigando un vínculo médico-paciente que no pierda de vista la mirada del otro. Esquerda habla de diálogo, de información compartida, de una conversación a dos en busca de las mejores decisiones, sobre todo al plantear “alternativas terapeúticas”. Para ella, la empatía hace camino: “La concibo como una carretera que se va creando y hace más fácil transitar la enfermedad”.

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