EL PAÍS, Milagros Pérez Oliva: El último balance del plan de Salud de Cataluña sitúa la esperanza de vida de los catalanes en 83,2 años. Eso significa que en cinco años hemos ganado casi uno más de vida. El promedio de España es de 82,98 años. A este ritmo, ¿cuánto tardaremos en alcanzar los 90, 100 años de esperanza media de vida? Si se mantienen las actuales condiciones de vida y no hay retrocesos sociales, tal vez no mucho. Este aumento se debe a factores de bienestar social y también a mejoras de salud incuestionables. Por ejemplo, en los últimos diez años la mortalidad por ictus y enfermedades cardiovasculares se ha reducido en Cataluña un 15%, la del cáncer de mama un 10% y la de cáncer colorectal, un 5%.
¿Una buena noticia? Sin duda alguna. Y sin embargo, es muy probable que estas cifras se utilicen una vez más para alimentar el discurso catastrofista que pregona la insostenibilidad del Estado de Bienestar en general y del sistema público de salud en particular. El envejecimiento de la población es utilizado una y otra vez para sostener que el sistema sanitario público es inviable y que necesita adaptarse con reformas que la mayoría de las veces implican recortes o copagos.
Pero, ¿es el envejecimiento de la población una “catástrofe” tan catastrófica como se presenta en muchos informes económicos? ¿Es lo que hace realmente inviable el Estado de Bienestar y pone al borde del colapso el sistema sanitario como se repite una y otra vez? Desde luego que no. El de la inviabilidad es el marco conceptual que la doctrina neoliberal ha logrado imponer en el debate público para encauzar las propuestas de solución en una determinada dirección y hacer creer que no hay otra alternativa posible. En realidad, cuando se va a los trabajos científicos y se hacen estimaciones basadas en evidencias, como hace Joaquim Oliveira, en su trabajo Public spending on health and long term care: a new set of projections —que puede consultarse en la web de la OCDE— el envejecimiento de la población es uno de los facatores, y juega un “papel menor” en el incremento de los costes sanitarios y sociosanitarios. Ese trabajo estima que en los países de la OCDE se situarán entre 3.3 y 7.7 puntos del PIB de aquí al año 2060. Curiosamente, tampoco el modelo sanitario influye en que los costes sean mayores o menores, pues hay ejemplos de una buena relación coste-eficiencia tanto en los sistemas públicos puros como en los mixtos.
Lo que determinara el aumento es el coste de las tecnologías y ciertas tendencias como la epidemia de obesidad o el aumento de demencias como el Alzhéimer. Pero esos incrementos no solo son asumibles por los países avanzados, sino manejables. Se ha generalizado la idea falsa de que al aumentar la esperanza de vida, habrá más enfermos y más dependientes. La realidaad es que la mayor parte de los años de vida ganados son años con buena salud y plena capacidad cognitiva. Es decir, la mayor parte de la vida ganada es productiva, sana y no dependiente. Otra cosa es que, por razones económicas y estructurales, no sepamos aprovecharla socialmente. Por otra parte, está demostrado que en términos sanitarios, el mayor gasto se produce en los últimos años de la vida de una persona, sea cual sea la edad a la que muere.
De modo que, en este asunto también podríamos decir aquello de: “No es la demografía, estúpido. Es la economía”. El problema de la sostenibilidad del sistema sanitario no depende tanto de que nos hagamos más viejos, como de que seamos capaces de crear una economía que lo sostenga. Y como decía el fallecido Albert Jovel, impulsor del Foro de Pacientes, con salarios de 800 euros, ningún sistema sanitairo es sostenible. No es tanto una cuestión de gasto como de ingresos. El gasto se puede contener con medidas de eficiencia sin comprometer la calidad. Pero lo que cuenta es que el Estado tenga ingresos suficientes, y eso depende del sistema impositivo y de la fortaleza económica.
Haber doblado la esperanza de vida en menos de un siglo no es una catástrofe: es la mayor conquista de la humanidad. Lo que puede ser una catástrofe, si no corregimos el rumbo, es que aceptemos un modelo económico incapaz de producir ingresos con los que sostener el sistema público y aprovechar la productividad que hemos ganado gracias a la prolongación de la vida. En lugar de preguntarnos qué debemos recortar, deberíamos preguntarnos como tenemos que organizar las cosas para que el último tercio de la vida no sea tan improductivo. Claro que entonces se pondrá de manifiesto lo que ahora no se quiere ni mencionar: que si el sistema que tenemos no es capaz de garantizar el empleo para los jóvenes, menos aún para quienes, después de los 65, estarían en condiciones y querrían trabajar. Que no son todos, pero pueden ser muchos. Hay que darle la vuelta al debate.