EL PAÍS: Las paredes desconchadas y la madera podrida de las ventanas demuestran que en el Hospital Psiquiátrico de Conxo, aunque no lo parezca, los años pasan. Una inspección sorpresa del Defensor del Pueblo en 2017 halló en este sanatorio de la Xunta enfermos que llevaban ingresados hasta 50 años, pacientes atados de pies y manos hasta 12 días, instalaciones obsoletas y un modelo asistencial alejado de la reforma sanitaria que en los ochenta del siglo pasado decretó en España el fin de los manicomios. Casi cuatro años después de la inspección, en Conxo sigue habiendo personas que llevan toda su vida allí sin esperanza de rehabilitación. Y la pandemia los ha aislado más de ese mundo exterior al que no ven forma de volver.
Tal es el abandono en el que está sumido este centro de Santiago que la gerencia del área sanitaria ni siquiera vacunó a sus trabajadores y 180 internos contra la covid en la primera fase. Ignoró que sus pacientes residen allí “como mínimo meses, la mayoría años y hasta décadas”, denuncia Rosa Cerqueiro, psicóloga clínica y portavoz del Movimiento Gallego de la Salud Mental. Solo los escritos y protestas de esta plataforma integrada por una veintena de sindicatos, pacientes y asociaciones de sanitarios y juristas llevaron a la Consejería de Sanidad a enmendar el olvido e iniciar la inmunización. Lo hizo tras el estallido en enero de un brote del virus que afectó a 36 pacientes y trabajadores y, según varias fuentes, causó la muerte de dos residentes.
Conxo fue el primer psiquiátrico que se abrió en Galicia. Lo inauguró la Iglesia en 1885 en un monasterio del siglo XII, lo compró la Diputación de A Coruña durante la dictadura y en 1993 pasó a manos del Servicio Gallego de Salud de la Xunta (Sergas). Cerca de los arcos del claustro románico, una placa conmemora su última gran remodelación. Fue a principios de los ochenta, antes incluso de que se aprobase en 1986 la Ley General de Sanidad que propugnó el derecho de los enfermos mentales a recibir una asistencia rehabilitadora. Desde entonces, muy pocas han sido las inversiones para adaptar Conxo a los nuevos tiempos.
Por sus pasillos y salas abundan las paredes desconchadas por el abandono y la humedad, tal y como atestiguan tanto las fotografías que muestra el Movimiento Gallego de la Salud Mental como los testimonios de trabajadores y otras personas que han recorrido las instalaciones. Las viejas ventanas de madera, algunas perforadas por la podredumbre, aíslan poco del frío y las goteras no son noticia. “El edificio se cae a trozos en algunas zonas y el tejado tiene décadas, ¡llueve dentro!”, censura Cerqueiro.
En la Unidad de Somática residen los enfermos de mayor edad, los más dependientes. Con sus cuerpos fruncidos por las dolencias físicas que se han unido a las mentales y el desgaste de años de intensas medicaciones, conviven en las mismas habitaciones impersonales de tres camas que criticó el Defensor del Pueblo y con un baño comunitario. “Deberían ser trasladados a centros de la tercera edad, pero el problema es que estos centros no están preparados para acoger a personas con dolencias mentales graves, aunque están estabilizadas”, señala Cerqueiro. En la salud mental, añade, “se necesitan unidades hospitalarias de rehabilitación, pero siempre con la idea de recuperarse y volver a la comunidad”. Ese retorno, sin embargo, es casi una quimera en Conxo.
Xesús Fontes ejerce de terapeuta ocupacional. Solo tres profesionales de su especialidad atienden a los 180 residentes. Él y otro compañero se ocupan del centenar de enfermos de larga estancia y, para ilustrar lo difícil que es sanar en Conxo, asegura que en los cuatro años que lleva trabajando en el centro recuerda, “como mucho”, cuatro altas. Faltan, esgrime, medios y personal: “Hay un solo psicólogo clínico”.
El terapeuta Xesús Fontes describe una escena “habitual” en Conxo: esos pacientes jóvenes recién llegados que preguntan a los mayores cuánto tiempo llevan ingresados. La respuesta que reciben es un mazazo
Realizar actividades individualizadas es “imposible”, lamenta Fontes. “Tenemos que pelear todos los días para que nuestras terapias salgan adelante, pero, aunque nos esforcemos por preparar a estas personas para salir de aquí, falla la motivación: ven que los compañeros llevan muchos años y no consiguen el alta”. Este terapeuta describe una escena “habitual” en Conxo: esos pacientes jóvenes recién llegados que preguntan a los mayores cuánto tiempo llevan ingresados. La respuesta que reciben es un mazazo. En el último año, las salidas y actividades están además muy restringidas por la pandemia, un aislamiento que complica más si cabe la salud de estos enfermos.
“Además de las infraestructuras arcaicas, los trabajadores están vendidos porque las medidas de seguridad que deben protegerlos a ellos y a los pacientes fallan”, apunta Irene Tato, delegada del sindicato CIG, mayoritario en la sanidad gallega. En la unidad cerrada que atiende a los pacientes que necesitan un alto nivel de supervisión, la alarma antiincendios salta cuando no debe, las paredes no son acolchadas, las estanterías no están ancladas y las pulseras para que el personal pueda pedir ayuda no se activan por falta de cobertura, describe Tato.
El Defensor del Pueblo no le ha quitado el ojo de encima a Conxo desde que un equipo del Mecanismo Nacional de Prevención de la Tortura, dependiente de la institución, se presentó en el hospital por sorpresa el 29 de noviembre de 2017 para realizar una inspección. Aquella visita inesperada detectó sobremedicaciones, contenciones mecánicas excesivas, unas condiciones “inaceptables” de habitabilidad y una “insuficiencia general de recursos adecuados”.
“Hay personas en las unidades de rehabilitación que llevan ingresadas hasta siete años, cifra muy distante del tiempo deseable de estancia, que está establecido en 6 a 12 meses”, señala el Defensor del Pueblo en sus informes. El resultado de aquella inspección propició una investigación de la Fiscalía, pero, tras una visita de la policía judicial al centro, las diligencias fueron archivadas porque “del examen de la documentación aportada no se desprendió la existencia de infracción penal”, explicó el ministerio público a este periódico.
El Defensor del Pueblo mantiene dos expedientes abiertos para hacer seguimiento de la situación del psiquiátrico y comprobar si la Xunta cumple sus compromisos. En 2018 el Gobierno gallego aceptó elaborar un “plan funcional de adaptación” para mejorar las “condiciones estructurales” de Conxo, crear un “grupo de trabajo” que evalúe alternativas de traslado de los pacientes de larga estancia a otros centros más adecuados, e impulsar “medidas de humanización” y de “fomento de la participación del paciente”. La gerencia del área sanitaria de Santiago, sin embargo, no ha contestado a las preguntas de este periódico sobre la situación de Conxo y el desarrollo de ese plan.
Conxo es un caso extremo de un problema que sufre toda España. José Manuel Olivares, de la Sociedad Española de Psiquiatría, señala que faltan centros adecuados para aquellos enfermos mentales que no pueden alcanzar una completa curación y no tienen quién cuide de ellos. La reforma psiquiátrica decretó el cierre de los manicomios, pero 35 años después no se han extendido alternativas adecuadas. “Se deben crear soluciones en el ámbito social, porque es muy difícil que la sanidad pueda acoger a estas personas que necesitan un sitio para vivir y no pueden ir a un piso o a una residencia normalizada”, señala Olivares.
La Xunta ha trasladado a residencias de mayores desde 2013 a pacientes de larguísima estancia de Conxo y otros psiquiátricos ya cerrados, pero de forma controvertida. El proceso ha sido traumático para las hermanas Nieves y María Bértoa, que ingresaron en Conxo en 1963 con poco más de 20 años y un diagnóstico de esquizofrenia. Juntas han vivido allí hasta 2018. Ese año, tras la inspección del Defensor del Pueblo, Nieves, que ahora tiene 80 años, fue trasladada a un geriátrico privado sin que lo supieran previamente ni su familia ni su tutor. No solo la separaron de su hermana sino también de Antonio, otro residente en el hospital desde la década de los setenta que ha sido su pareja durante más de 15 años. “Se ha hecho sin miramiento alguno a sus sentimientos y emociones, como si estas personas tan vulnerables no tuvieran derecho a tenerlos”, critica Ismael Cabeza, sobrino de las hermanas Bértoa.
La familia de Nieves, que llevaba desde 2013 recibiendo presiones para aceptar el traslado, censura cómo se ha ejecutado y que no se le haya dado ninguna alternativa pública. La dirección del hospital, cuenta Cabeza, “solicitó judicialmente el internamiento no voluntario” de Nieves “y nadie avisó a su tutor, ni siquiera para declarar”. Se le comunicó a la familia cuando la paciente ya estaba instalada en el geriátrico privado y además se le informó que quienes tenían que pagarlo eran ellos.
La negativa de la familia a abonar las cuotas porque “no hay recursos para ello” ha derivado en un pleito, explica Cabeza, después de que la residencia demandara a Nieves. “Lo que pedimos, si no hay más remedio que trasladar a mi tía, es que se haga con recursos públicos y con un trabajo emocional” previo que le evite el sufrimiento, subraya. El sobrino de estas dos hermanas considera que el abandono de las instalaciones de Conxo es “intencionado” y lo atribuye a “un proceso de privatización encubierto”.
Una de las prácticas detectadas en Conxo por el Defensor del Pueblo y más denostadas por la psiquiatría moderna son las contenciones mecánicas como forma de castigo a los enfermos. Tanto el Movimiento Gallego de la Salud Mental como los trabajadores denuncian que esta medida, que inmoviliza al enfermo ciñéndole unas correas por los pies, las manos y el estómago, sigue muy viva hoy en día entre las paredes del psiquiátrico más antiguo de Galicia. Fuentes de la plantilla relatan que el último episodio ocurrió durante el brote de covid y la víctima fue un paciente que, saltándose el confinamiento, salió a los jardines del hospital.
Las recomendaciones internacionales circunscriben las contenciones mecánicas a situaciones excepcionales, en las que se perciba un riesgo “inminente” de que el paciente se dañe gravemente a sí mismo o a terceros. Nunca se debe atar a un enfermo como castigo o como medida preventiva. El Defensor del Pueblo, sin embargo, detectó en Conxo varios casos entre 2017 y 2019 en los que los enfermos fueron inmovilizados durante cinco días y uno en que la sujeción se prolongó 12 días, además de la falta de un registro detallado sobre la aplicación de esta práctica. “Eso no se puede hacer. Se me hace difícil imaginar una situación en la que esté justificado”, afirma José Manuel Olivares, de la Sociedad Española de Psiquiatría, sobre los excesos destapados por el Defensor del Pueblo en Conxo. Este psiquiatra sostiene que la contención mecánica debe “reducirse al mínimo, ser la última solución” y realizarse “con mucho cuidado”. “Debe estar ultrarreglada y ultracontrolada”, añade.
Pese a que así se lo recomendó de forma reiterada el Defensor del Pueblo, el Sergas se ha negado en redondo a habilitar un buzón de quejas y sugerencias para los pacientes de Conxo y a crear un órgano en el que puedan estar representados y defender sus derechos. Si los enfermos pudieron denunciar que los ataban y sedaban como castigo fue gracias a que en 2017 los inspectores del Mecanismo Nacional de Prevención de la Tortura entraron por sorpresa en el psiquiátrico y hablaron con ellos.