EL PAÍS: La historia del Hospital General de Cataluña (HGC) ilustra mejor que ninguna otra los intentos de parasitación, unas veces frustrados, otras exitosos, como se verá, de la sanidad pública por parte de la iniciativa privada. Cuando en 1983 terminó la construcción de este gran centro, la medicina privada era la que tenía el prestigio y la tecnología puntera. La pública iba rezagada y apenas podía dar cobertura a toda la población, hasta el punto que los hospitales de la Seguridad Social apenas sumaban el 30% de las camas. El resto estaba en manos de centros concertados, la mayoría antiguos y descapitalizados.
El proyecto había sido lanzado en 1973 por un grupo de empresarios y constructores encabezados por Carlos Soler Durall y Leoncio Domènech y entre sus ejecutivos figuran personajes como Antón Cañellas o Joan Piqué Vidal, abogado de Pujol en el caso Banca Catalana. La idea era construir con aportaciones de miles de socios un gran hospital con 750 camas y la más moderna tecnología. Debía convertirse en un centro de referencia a nivel internacional, el paradigma de la medicina privada. Cerca de 65.000 personas creyeron en la idea y pagaron cantidades que oscilaron entre 25.000 y 260.000 pesetas de entonces para a cambio de una participación de la sociedad civil que les daba derecho a ser atendidos de en el hospital de por vida.
El proyecto surgió en el entorno pujolista y pretendía levantar un gran hospital financiado con fondos públicos pero para uso exclusivo de los socios
Los 7.000 millones recaudados permitieron construir un mastodóntico edificio que nunca ha llegado a ser utilizado en su totalidad. En 1982, cuando la Generalitat recibió las competencias de Sanidad, las obras estaban a punto de concluir. El negocio de la construcción estaba hecho. Solo quedaba ponerlo en servicio. Los promotores, vinculados al pujolismo por múltiples lazos, confiaban en culminar la operación con un concierto con la Seguridad Social que cubriera la asistencia de los 65.000 socios. Dicho en crudo: un hospital sostenido con fondos públicos, pero para uso privativo de sus socios. Ese era precisamente el señuelo: los partícipes tendrían asegurada la mejor asistencia privada, pero con cargo a la Seguridad Social.
Solo había un problema: en ese momento la Seguridad Social tenía en el área de Barcelona tres hospitales construidos, entre ellos el de Can Ruti, que no podían ponerse en marcha por falta de dinero. ¿Cómo podía justificar la Generalitat desviar fondos públicos para un hospital de uso privado? Hubo muchas presiones, pero al cabo, la pretensión del HGC resultó del todo imposible. El hospital abrió a medio gas y el proyecto tuvo que reconvertirse. El nuevo plan era que los socios que hicieran también mutualistas y pagaran con sus cuotas la asistencia que recibieran. Así fue tirando, con créditos, emisión de obligaciones y acumulando deudas, hasta que 1993 presentó suspensión de pagos con un pasivo de 12.800 millones de pesetas. Salió del bache tres años después gracias a la quita de los acreedores, la renuncia de los socios a sus derechos vitalicios y un aval de 2.000 millones la Generalitat, que aportó además un concierto de 1.700 millones anuales.
Pero todo eso no fue suficiente. En 1999 presentó quiebra voluntaria. Las pérdidas acumuladas sumaban 34.000 millones, incluidos 3.600 millones de avales de la Generalitat. No quedaba más remedio que vender o cerrar. O que se lo quedara la Sanidad pública, puesto que habían sido los socios partícipes y los contribuyentes quienes habían sufrido el mayor quebranto. Pero esta opción se descartó. Entre quienes optaron a hacerse con el hospital figuraban dos de los empresarios sanitarios — Carles Sumarroca (General Lab) y Jordi Setoain (Cetir)— cuyos negocios habían crecido exponencialmente gracias a las externalización de servicios de los hospitales de la red pública.
Hasta tres veces se aplazó la adjudicación, tales eran las presiones para que el hospital fuera adjudicado al conglomerado de Sumarroca y Setoain. Su oferta (1.200 millones) era la más baja. La adjudicación era un regalo encubierto, con un concierto con la Seguridad Social de 1.700 millones anuales como garantía de futuro. Finalmente, en julio de 2001, la Junta de Acreedores, en la que tenían un peso importante Hacienda y la Seguridad Social, lo adjudicó a Catalana de Diagnósticos, del grupo Ibérica de Diagnósticos, cuyo consejero delegado era Víctor Madera, que concurría con el fondo británico de capital riesgo CVC Partners. Madera había hecho la mejor oferta, pero igualmente era un regalo.
¿Y quién era Ibérica de Diagnósticos? Esta es otra historia que nos lleva a Castilla-La Mancha donde recaló el médico Víctor Madera de la mano de Fernando Lamata, que fue consejero Sanidad de esa comunidad. Su historia viene a ser el anverso exitoso de lo narrado hasta ahora. A diferencia del HGC, Ibérica de Diagnósticos consiguió un crecimiento fulgurante gracias a la parasitación de la sanidad pública. Con los conciertos que le otorgó Lamata pudo convertir la pequeña clínica que había abierto en Albacete en 1994 en el embrión de lo que hoy es el mayor conglomerado privado de España. Creció primero gracias al nicho que representaban las derivaciones de las listas de espera, y luego gracias a la privatización de hospitales decidida por Esperanza Aguirre en la Comunidad de Madrid.
Madera se hizo con la gestión de varios de los hospitales privatizados. El negocio estaba asegurado pues eran de tamaño medio y podían derivar la asistencia más compleja a los grandes terciarios de Madrid. Ibérica de Diagnóstico ha sido comprada varias veces, y en cada ocasión Madera se ha quedado como máximo ejecutivo. De su fusión con el otro gran grupo privado salió Quironsalud, que en febrero pasado fue adquirido por la multinacional alemana Fresenius. Madera se llevó 400 millones en acciones y sigue al frente del grupo en España. Ahora el consejero Antoni Comín acaba de lanzar una OPA para que la sanidad pública se quede, por 50 millones de euros el Hospital General. Tiene en su mano una buena baza: sin el concierto, difícilmente es viable. Y él tiene la llave del concierto. La lógica ha cambiado. Los parásitos salen caros. Puestos a pagar la factura, mejor que el beneficio se quede en casa.